destrócenle las manos, dijo el general, y fue llevado desde la universidad técnica del estado junto a los profesores, intelectuales y estudiantes refugiados en ella, obligado a caminar manos en alto, a patadas, escupido e insultado, sin su guitarra, conducido a través de las calles de un Santiago sumergido en la oscuridad de la muerte y sacudido por los disparos de los hombres que mataban a otros hombres por la fuerza de su voluntad uniformada.
y vio el fin de un mundo y una esperanza ahogada por la marea del odio, la intolerancia y la furia.