El deseo teledirigido
El palomista invierte en sus palomos tiempo, dinero y esperanzas. Los
cría, les pone nombre, los entrena y les tiene fe. Cuando llega el día de la
competición acude con la ilusión y incertidumbre de un niño. La
colombicultura es un deporte con reglas y árbitros. Los palomos llegan a
valer miles de euros y las apuestas mueven mucho dinero. Sin embargo,
hay algo de infantil en la fascinación por las aves; el hombre que sostiene
un pájaro tembloroso en la mano tiene la misma mirada que tenía a sus
10 años.
El más macho
Dentro de la colombicultura, existe una variedad genuinamente española:
la colombicultura deportiva. El juego es el siguiente: se suelta una
paloma y varias decenas de palomos vuelan tras ella compitiendo por sus
favores. Aunque ninguno de ellos suele llegar a intimar demasiado,
vence el que consigue pasar más tiempo cerca de la hembra. No gana el
palomo más atlético, el más resistente ni el de raza más pura. Gana el
más cortejador, el que más persistencia e instinto reproductor tiene: el
más macho.
Criar un palomo campeón supone prestigio y ganancias. Pintado con
combinaciones de colores primarios, igual que una bandera o un equipo
de fútbol, el palomo seleccionado, criado y entrenado para aparearse se
convierte en proyección, en vector volador del palomista, que encarnará
ante la comunidad su éxito o fracaso deportivo, económico y sexual.
Lejos de sus miserias cotidianas, el colombaire tiene en el universo
colombófilo una vida paralela donde puede llegar a lo más alto. Sólo
hace falta tener un ave ganadora. El palomista se queda en tierra pero su
vector puede volar.