De Madrid a Nápoles. Pedro Antonio de Alarcón Edición de 1943
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Tomo 2º Editorial: Librería General de Victoriano Suárez, Madrid, 1943.
18 x 11 cm. 366 páginas 250 gr. Rústica editorial. Edición de cuando el mundo estaba en la II Guerra Mundial. Redactado entre 1860 y 1861.
De Madrid a Nápoles es un gran libro de viajes. En él se narra el itinerario que se indica en el título, que llevó a Pedro Antonio de Alarcón a recorrer Francia, Suiza e Italia. Sus minuciosas descripciones de lo cotidiano y de lo insólito han hecho de este libro una referencia de este género.
De Madrid a Nápoles, al igual que el Diario de un testigo de la guerra de África y La Alpujarra6, fue redactado según confesión propia del autor en Historia de mis libros «en los propios sitios o ante las propias obras de arte que menciona [...] En ferrocarril, en silla de postas, a caballo, en mulo, embarcado, marchando a pie; dentro de los museos, en mitad de plaza o calles, en las iglesias, en los cafés, en los palacios de los Reyes, en las estaciones y posadas del camino; dondequiera que veía, pensaba, sentía o me contaban algo, allí tomaba nota de ello, con todos sus pelos y señales, o bien con el color, material o sabor moral de la realidad fehaciente, y no otro es el secreto de lo muchísimo que se leen (si los libreros no me engañan en perjuicio suyo) mis crónicas de soldado o caminante»7. Por regla general las impresiones de viaje solían encomendarse a conocidos escritores y, especialmente, a quienes escribían artículos o cuadros de costumbres. Las curiosas impresiones de viajes por Europa encuentran feliz acogida a mediados del siglo XIX, como los Viajes de Fray Gerundio por Francia, Bélgica, Londres y Madrid, de Modesto Lafuente o los titulados Manual del viajero español de Madrid a París y Londres o París, Londres y Madrid, de Antonio María de Segovia y Eugenio de Ochoa, respectivamente. De igual forma las impresiones de viaje constituyen secciones independientes en las revistas o periódicos de la época, como en el Semanario Pintoresco Español, El Laberinto, La Abeja Literaria, El Álbum Pintoresco Universal, El Álbum de las Familias, El Museo Universal... La importancia de estas narraciones coincide con un tipo de monografía que ahonda en los problemas políticos de la Italia del siglo XIX. Paralelamente a los libros de viaje publicados en España durante este periodo surgen monografías destinadas al análisis político, a los problemas fronterizos y a las rivalidades políticas entre austríacos e italianos, principalmente. Los Estados Pontificios y la debatida unión italiana ocupan buena parte de estas publicaciones leídas con sumo interés durante los años que antecedieron y precedieron a la edición De Madrid a Nápoles. Libros como Anales de la guerra de Italia, Prusia y Austria8, Recuerdos de Italia9, Los soldados de la Independencia de Italia10, Crónica de la guerra de Italia11, Guerra de Italia en 185912 o Italia reconocida13 ofrecieron un copioso material de noticias sobre la complicada situación italiana14. Época harto difícil y complicada a causa de los diversos planteamientos esgrimidos por las propias potencias extranjeras y los distintos estados italianos que polemizaban entre sí tanto por motivos políticos como religiosos. Lo evidente es que a la España de mediados del siglo XIX le interesaba todo este tipo de conflictos y nada más sugestivo al respecto que enviar a uno de sus escritores más afamados al lugar de la conflagración. El respaldo de una de las editoriales más poderosas, Gaspar y Roig, y el interés del público español convertirían a De Madrid a Nápoles en un éxito editorial infrecuente en los anales del libro español.
Pedro A. de Alarcón es consciente desde el primer momento de cuál es su misión en este largo recorrido que abarca un amplio espacio temporal, desde el 29 de agosto de 1860 hasta el día 8 de febrero de 1861, fecha en la que el autor cruza los Pirineos camino a España. En el Prólogo el autor señala que su libro no es una historia o guía, ni siquiera un estudio estadístico, sino simplemente un libro de viaje basado en la propia experiencia y fiel descripción de la realidad. Su intención dista de asemejarse al tipo de impresiones al uso que deformaban la propia realidad de los pueblos, de ahí su distanciamiento y disparidad de criterios a la hora de juzgar obras debidas a la pluma de Alejandro Dumas. Alarcón marca las pautas desde el inicio de su obra, pues censura a escritores que como Dumas han realizado una visión deformada de los hechos, puesto que en sus impresiones han construido «una España y una Italia a su capricho, o por mejor decir, al capricho de los franceses, a cuyas preocupaciones y erróneos juicios no se atrevió a oponer el correctivo de la verdad, como debía en consecuencia y es obligación de los que escribimos en letras de molde»15. En páginas posteriores, en el capítulo La Lombardía, insiste una vez más en su intención, en su propósito de ofrecer una descripción ajustada a los hechos observados, de ahí que confiese a los lectores que su libro es como un espejo, no una pintura, que atiende sólo y exclusivamente a lo vivido y observado. Ello no quiere decir que estemos ante un libro de viajes monótono, tedioso o aburrido, sino todo lo contrario, pues Alarcón, hábil narrador, introduce desde singulares anécdotas vividas o costumbres de los diversos contextos geográficos italianos hasta referencias pictóricas o paisajísticas. Incluso el autor suele cambiar el ritmo narrativo de su relación cuando considera que su propósito inicial no se cumple, como si tuviera temor de que su libro se convirtiera en una especie de guía turística al uso o una obra excesivamente erudita, próxima a la monografía histórica o artística. Altibajos no motivados por la falta de claridad expositiva ni por la calidad literaria, sino simplemente porque su predisposición natural por el arte de la narración emerge con total espontaneidad y fuerza. Tal vez los capítulos más sugestivos sean aquellos en los que el autor prescinde de la acumulación excesiva de datos sobre pintura o arte en general y, por el contrario, lo más interesante sea la visión que el autor realiza de forma desenfadada sobre las costumbres, usos y experiencias vividas. La amenidad está pues en contradicción con la excesiva y prolija descripción de la Italia monumental y el alejamiento de esta visión le produce hondo pesar, pero también un cierto desahogo. Alarcón es consciente de que Italia es un vasto museo y que el hombre ensimismado ante tanta belleza se olvida «de la naturaleza, de las costumbres, de la política, de todas las demás cosas que se proponía estudiar en esta tierra»16.
El cambio de ritmo narrativo produce los consabidos altibajos de un libro que cuando no se ciñe a la obra de arte gana en amenidad gracias a la intercalación de sucesos y anécdotas ocurridas durante el viaje. Así, por ejemplo, a partir de su análisis sobre La Toscana, agobiado por la inmensa riqueza artística de sus ciudades, describe con desenfado y sumo acierto los preparativos de un viaje en el que los asaltadores de caminos hacen verdaderos estragos entre los viandantes. La relación de las "hazañas" de estos bandidos, así como el testimonio de personas testigos de sus correrías y las precauciones que Alarcón lleva a cabo a fin de no ser protagonista de una de estas historias, provocan el interés de un lector agobiado por tanto material noticioso. Es entonces cuando la relación del viaje gana en amenidad y espontaneidad, como si el autor reviviera épocas no muy lejanas en el tiempo y recordara con nostalgia las aventuras y desventuras de aquellos héroes románticos perseguidos por la justicia pero con un alto concepto del honor y la honra. Las anécdotas, las historias o sucesos ocurridos a Alarcón en tan largo peregrinaje por tierras de Italia se agolpan en este libro de viajes en el que no existe un plan preconcebido, ni apartados referidos sólo y exclusivamente a un determinado tema. Todo se entrecruza y se amalgama en un derroche de locuacidad poco común, como si Alarcón tuviera pesar o miedo de olvidar alguna experiencia o sensación vivida. Frente a capítulos cuyo contenido es severo, de profunda reflexión moral ante el hecho político o la naturaleza y comportamiento de los habitantes de una determinada región, surgen páginas si no desenfadadas, sí absortas o interesadas por la peculiar forma de entender la vida de sus semejantes, desde el rico u opulento mercader o reyezuelo hasta la descripción y análisis de quienes forjaron la unidad italiana.
Sus conocimientos y alusiones al entramado histórico y literario salpican constantemente un libro de viajes que aun con sus ligeros defectos de unidad subyuga al lector. De todo este abundante material cabría destacar las referencias literarias en función del paisaje u obra artística contemplada. La observación de ambientes, ruinas o monumentos arquitectónicos en general posibilitan las continuas citas a autores clásicos o contemporáneos al autor. Las reiterativas alusiones a Paul de Kook, A. Tarr, Mirabeau, Victor Hugo, Chateaubriand, Cooper, Sand, Lamartine o escritores clásicos como Dante o Petrarca nacen de la identificación que el autor siente entre lo contemplado y el texto literario de un determinado autor, como si Alarcón identificara lo observado con la impresión descrita por uno de los escritores mencionados. De esta forma entiende, comprende y siente con la misma sensación, emoción e intensidad que la privilegiada pluma del escritor que ha sabido captar mejor que nadie lo que ante sus ojos se ofrece. De todo este abrumador panorama literario cabe destacar las continuas referencias a Byron desde el inicio mismo en el que Alarcón atraviesa los Alpes camino hacia el Piamonte, transcribiendo la viva emoción sentida por el autor inglés. La transcripción de varias estrofas pertenecientes a su Childe-Harol es, a la par que un homenaje a Byron, la evidente muestra de que Alarcón se identifica plenamente con lo expresado por dicho autor. Incluso en ocasiones la cita se amalgama con enorme intensidad al entrecruzarse un copioso número de obras pertenecientes a escritores de prestigio, como en sus impresiones sobre Venecia: «La musa de Byron, heredera de la de Shakespeare, levantó la proscripción que el neopaganismo del siglo XVIII había hecho pesar sobre las obras del gran Guillermo, y Otelo, Syllock y Pedro Jaffier volvieron a repetir en el teatro el nombre de Venecia. Entonces Fenimoore Cooper escribe el Bravo, Mad. Stael había ya imaginado a Corina. Victor Hugo lanza a escena a Angelo y Lucrezzia Borgia. Jorge Sand crea a Consuelo. Martínez de la Rosa presenta en París su drama La conjuración de Venecia. Alfredo de Musset, Jules Sandeau, Chateaubriand y Lamartine visitan la ciudad y recuerdan todo lo que Rousseau y Montesquieu habían escrito acerca de Venecia. ¡Pero ninguno habla de nuestro QUEVEDO, huésped también de ella, y de los más esclarecidos!... Entre tanto, toda Inglaterra y media Francia pasan los Alpes para venir a ver la patria de Margarita Cogni, la Fornarina de Harold17.»
Si la abrumadora e insistente presencia de citas, notas y epígrafes nos remite a un corpus literario de indudable calidad literaria, no menos cierta es también su preferencia por una serie de escritores italianos considerados por Alarcón como celebridades universales. Elocuente es su testimonio inserto en el capítulo La Lombardía, impresiones de viaje sobre dicho contexto geográfico que se enlazan con su admiración y fervor hacia la obra I Promessi Sposi de Manzoni. Alarcón, dirigiéndose a los lectores, afirma con rotundidad que se trata de la mejor novela después del Quijote, «a cuyo lado palidecen las mágicas resurrecciones de Walter Scott, y dejan de ser tan singulares y milagrosos los estudios de Balzac»18. No faltan en este capítulo las referencias literarias relacionadas con autores españoles, como en el caso de Martínez de la Rosa, autor del célebre drama romántico La conjuración de Venecia. Citas que conciernen también a otros escritores como Zorrilla o Carolina Coronado. Tanto la descripción de Nápoles, como las ruinas de Pompeya y desplazamientos al cráter del Vesubio traen a la memoria de Alarcón versos singulares que se adaptan perfectamente a la emoción sentida19.
En De Madrid a Nápoles son frecuentes las referencias a la dramaturgia de la época, consciente el autor de que en ellas subyacía algo más que el simple texto literario. Ante la opresión política o nula presencia de los principios más elementales e inherentes al ser humano, como la libertad, el pueblo italiano se enfervorece con la contemplación y atenta recepción de textos y obras ya literarias como pertenecientes al bel canto. Los espectadores se sienten entusiasmados con la representación de obras que ensalzan el amor patrio o la unidad italiana y rechazan, por el contrario, la figura del opresor por considerarla funesta y causa de los males que aquejan a los italianos. No necesariamente tiene que representar la obra episodios coetáneos a los espectadores, sino que también la puesta en escena puede ceñirse a épocas o autores de décadas pasadas que en su día cantaron con la misma intensidad los valores patrios y la lucha contra el opresor. La libertad e independencia son las piezas principales e imprescindibles de este teatro que se representa en la Italia observada y analizada en De Madrid a Nápoles, de ahí que su autor afirme con no poca rotundidad que los grandes músicos de Italia como Bellini, Donizetti, Verdi o Rossini hayan elegido los argumentos de sus óperas en función de sus intereses patrios: la libertad y la independencia. Los druidas de Norma clamando contra la dominación romana, los suizos alzándose contra Austria en Guillermo Tell, los Puritanos gritando libertad y patria, los Mártires caminando gozosos al suplicio con tal de no renegar de su patriotismo, el pueblo hebreo gimiendo bajo los faraones en el Moisés, Babilonia escandalizada por Nabuco, los amigos de Beatrice di Tenda pugnando contra la tiranía de Visconti y otros tantos ejemplos idénticamente reiterativos en las obras de los maestros citados eran estrepitosamente aplaudidos por el público veneciano que aprovechaba la ocasión para cantar desde palcos o butacas, y a coro con los artistas, mágicas frases de ardiente patriotismo que los gobernadores austríacos no podían sufrir con paciencia, tanto más cuanto que en todas estas óperas el extranjero u opresor acababa siempre por ser degollado.
La tragedia ocupaba al igual que la ópera un papel de enorme relevancia en la exposición y canto de las libertades humanas. Alfieri, tal como refiere Alarcón en su libro de viaje, «era un tribuno ardientísimo disfrazado de poeta, y sus obras inmortales están sembradas de alusiones políticas, máximas, profecías y predicciones, que han contribuido no poco a mantener vivo en toda la península italiana, durante los últimos años de opresión y tiranía, el amor a la libertad y el afán de independencia»20. Alfieri fue, igualmente, admirado y respetado por el público español y, especialmente, por los escritores más representativos del neoclasicismo y romanticismo. Alfieri fue el ídolo de Saviñón, Cienfuegos, Quintana, Solís, Martínez de la Rosa, Hartzenbusch, Zorrilla... Con razón escritores y público concedían a Alfieri el título de "poeta de los hombres libres", pues sus tragedias eran como una bandera revolucionaria en las que se vindicaban las libertades humanas. Alarcón en sus continuas referencias a los teatros italianos de la época analiza sutilmente todas estas manifestaciones de ardor patriótico. Su largo recorrido por tierras italianas y su conocimiento de la obra literaria le permiten enjuiciar con no poca objetividad la incidencia de dicho género en el espíritu de los italianos. Sus anotaciones y apuntes insertos en De Madrid a Nápoles son un fiel reflejo de lo anteriormente expuesto. Lo mismo da la indistinta ubicación de los escenarios, pues este género está en función y relación directa con la exaltación de los valores patrios. Si con anterioridad aludíamos a su estancia en Venecia, meses más tarde, ya en Florencia, afirmará que las tragedias de mayor incidencia entre el público se debían a la pluma de Juan Bautista Niccolini, autor que contribuyó no poco a inculcar en Italia la idea de la unidad gracias al ardiente patriotismo que subyacía en su corpus literario.
No menos significativa es la presencia de personajes históricos que tuvieron una gran incidencia en los acontecimientos políticos de la desmembrada Italia. Singular importancia y relieve tendría la figura de Garibaldi, vitoreado y ensalzado hasta límites insospechados por miles de italianos. Los cantos y manifestaciones populares a favor de Italia y Garibaldi contrastan con los denuestos y críticas dirigidas contra los gobiernos de Roma y Venecia. En las fechas coincidentes con la elaboración y redacción De Madrid a Nápoles la figura de Garibaldi era difundida en España por numerosas editoriales de prestigio. En el año 1860 se publican, por ejemplo, varias monografías dedicadas al análisis del artífice de la unidad italiana21, estudios que demuestran la gran aceptación que tuvo este héroe nacional en las letras españolas. Alarcón sería testigo presencial de esta admiración gracias a su visita realizada a la ciudad de Génova, describiendo con gran minuciosidad y detallismo todo este episodio histórico. Alarcón es consciente de la importancia de los hechos, como si la historia de la nueva Italia se estuviera forjando ante sus ojos. No debemos olvidar que el objeto principal de su viaje estuvo, precisamente, motivado por la revolución italiana. En el Prólogo de su obra, auténtico manifiesto de intenciones y propósitos, confiesa a los lectores sus vivos deseos por «la emancipación de ese pueblo, cuyo largo martirio ha sostenido vivo en toda Europa el fuego de la libertad. Estudiemos el derecho que le asiste para romper con su pasado y las razones a que obedecen los que se empeñan en mantener el status quo. Adivinemos lo que va a suceder, y si lo que va a suceder es justo. Conozcamos la historia. Hagamos luz en esa temerosa y oscura cuestión tan diversamente planteada, tan prolijamente discutida, y de la que no sabemos otra cosa los que la vemos desde lejos, sino que entraña la crisis más temerosa de la historia de quince siglos»22. En este pliego de intenciones se pone al descubierto el interés de Alarcón por los acontecimientos políticos, como si su formación libresca relacionada con estos asuntos de estado fuera innecesaria y sintiera la viva necesidad de conocer por sí mismo el escenario de los hechos. Sus opiniones y consideraciones le conducen al análisis de la revolución italiana desde una perspectiva objetiva y de amplios horizontes. Es consciente de los turbios manejos dictados por París en lo referente a la unidad italiana, núcleo vital del que emergen todo tipo de consignas. Analiza desde su privilegiada posición los episodios más relevantes de este preciso momento histórico con una objetividad fuera de lo común. Sus simpatías se inclinan con prontitud hacia la unidad italiana y sus censuras o diatribas irán dirigidas contra la figura del opresor: Austria. Su animadversión hacia los austríacos aparece en un principio de forma velada, sin embargo, conforme avanza el autor en la descripción de sus impresiones dicha presencia austríaca se hace insostenible. La nula cortesía y continuos registros y control de pasaportes exasperan a Alarcón, hombre morigerado al que le irritan las malas formas puestas en práctica por la milicia austríaca. La esclavizada Verona le produce horror y le retrotrae hacia episodios relativos a la historia de España en los que al ciudadano se le privaba de la libertad. La tiranía ejercida por la Inquisición o por el poder absoluto de un Fernando VII se asemejan en cierto modo a los sentimientos que experimenta el ciudadano veronés en su lucha por la libertad. Alarcón llega hasta tal punto a identificarse con el pueblo italiano que siente auténtico odio por la tiranía austríaca, la única causante de todos los males que aquejan a los perseguidos y maltratados habitantes de Verona.
El contexto político de la época se refleja también en De Madrid a Nápoles gracias a las sucesivas recensiones que Alarcón hace de la prensa periódica. En su largo recorrido por el Piamonte, la Lombardía, el Véneto, Las Legaciones, Módena, Parma, Génova, la Toscana, Roma y Nápoles, el autor coteja distintas publicaciones que analizan desde su peculiar óptica los sucesos más importantes del momento. Periódicos como la Opinione y La Gazzeta de Turín, La Perseveranza de Milán o revistas de marcado acento político son leídas por Alarcón con verdadero interés. No faltan en este recuadro histórico los comentarios a las caricaturas políticas de la época, como Gianduja, personaje imaginario de invención popular -equivalente al Girolano de Milán, al Arlequín de Bérgamo, al Pulcinella de Nápoles- que personifica al Piamonte. El citado Gianduja es en un principio muy delgado, pero empieza a comer con glotonería y se traga sucesivamente a Saboya, la república de Génova, los condados de Asti y Niza, los ducados de Monferrato y de Aosta, el señorío de Vercelli, la isla de Cerdeña, parte del ducado de Milán, etc. De esta guisa se convierte en un mozo robusto y bien portado que causa envidia a sus conciudadanos; sin embargo, no contento con tal voraz apetito sigue comiendo y devora la Lombardía, los ducados de Módena, Parma y Toscana, el reino de Nápoles y los Estados Pontificios. Se pone tan orondo y redondo que al final revienta, dando de sí un hermoso reino de Italia, mientras que él se queda más flaco y miserable que al principio de su carrera. Caricatura sumamente interesante a juicio de Alarcón porque resume desde una óptica asaz cómica el delicado panorama político italiano.
Las referencias a los principales artífices de la unidad italiana, así como el análisis sobre personajes de gran incidencia en la vida política de estos momentos acaparan la atención de Alarcón. Con no poca objetividad examina la figura de Víctor Manuel, el "rey galantuomo" y a Cavour, personajes que encontraron, igualmente, amplia acogida en las páginas de los principales periódicos españoles de la época. No menos sugestiva es su visión sobre la figura del Sumo Pontífice, Pío IX, personaje que tuvo la deferencia de recibirlo y mantener con él una larga entrevista. La sencillez del Papa contrasta enormemente con la riqueza, lujo y ornamentación de las salas y antesalas que preceden hasta su encuentro. Alarcón no se contenta sólo con la mera descripción de toda esta galería de personajes históricos, sino que los ofrece a los lectores desde una perspectiva harto personal. El autor se aparta con frecuencia del rigor histórico para acercarse más al carácter personal de estos hombres de estado. Sus aficiones, sus formas peculiares de entender la política, sus preferencias artísticas o literarias configuran todos estos apuntes relativos a las biografías. Material ampliamente comentado que puede engarzarse con las referencias políticas de la época. Unidas estas dos facetas el lector tendrá una amplia y objetiva visión de los asuntos de estado más relevantes del momento.
En De Madrid a Nápoles el lector se encuentra abrumado ante el rápido acontecer de los hechos. Apuntes, bocetos, noticias o referencias que muestran la polifacética labor de Alarcón. El material noticioso es tan singularmente copioso que podría establecerse un elevado número de epígrafes temáticos que interesarían tanto al historiador como al especialista en motivos geográficos o asuntos relacionados con la pintura o el arte en general. Sus puntuales comentarios referidos a las obras arquitectónicas pueblan estas páginas de principio a fin. Su ensimismamiento y admiración por la obra de arte le lleva a emitir juicios sobre la calidad artística de la Italia monumental. No menos sustanciosos son los comentarios sobre la historia de los distintos núcleos sociales que configuran la península italiana, deteniéndose no sólo en las referencias históricas pretéritas sino también en las presentes. Alarcón teje todo un panorama histórico que rememora épocas pasadas, como si sus impresiones de viaje hubieran estado precedidas por un enjundioso estudio sobre todo lo concerniente a la vida social, política y literaria del país visitado. Su mirada escudriñadora se detiene hasta en los más recónditos rincones. Todo está sujeto a su atenta observación, cafés, teatros, bibliotecas, universidades, iglesias, museos, plazuelas, calles, costanillas, hospitales, vestimenta, gastronomía... Nada escapa a la aguda visión de un autor que en ciertos momentos abandona este ingente material noticioso para emitir sus propias reflexiones. Incluso Alarcón introduce anécdotas o historias personales que adquieren en ciertos momentos las proporciones mágicas del relato o cuento, como si el autor fuera incapaz de resistir tan abrumadora riqueza histórica y buscara en la confesión de experiencias personales un reposo a sus ininterrumpidas anotaciones históricas o artísticas.
De igual importancia son sus disertaciones sobre la sociedad italiana, desde la nobleza arruinada y la pujante burguesía hasta los más variados y pintorescos oficios y profesiones. En este sentido Alarcón roza los límites existentes entre el cuadro de costumbres y el folklore. Sólo una hábil disección temática y estilística al respecto nos permitiría diferenciar ambas modalidades, aun así ardua sería la labor, pues Alarcón las utiliza indistintamente en la visión y análisis de un determinado tipo o escena. Su preocupación por las variantes idiomáticas y léxico en general es otra de las características más significativas en De Madrid a Nápoles. Con no poca curiosidad registra aquellos préstamos idiomáticos españoles que la sociedad italiana ha adoptado con el correr de los años. De ahí su estupor o extrañeza al constatar cómo determinadas palabras españolas significan conceptos muy distintos a los deseados por el propio Alarcón. Por ejemplo, en su viaje al Piamonte muestra su asombro al comprobar que la voz español es sinónimo de 'reaccionario', de 'borbónico', 'antonellista', 'napolitano', 'inquisidor'; incluso, en sus impresiones sobre la visita a Venecia descubre, igualmente, que el término español alcanza una amplia gama de sinónimos peyorativos para el italiano, pues pronunciar dicho vocablo equivalía a 'teócrata', 'austríaco' y 'partidario de Francisco II'.
De Madrid a Nápoles es, pues, un inmenso caudal de noticias que posibilitaría la difusión de todo este legado sociocultural en la España de la segunda mitad del siglo XIX. No sin razón se llegó a afirmar por aquel entonces que la mencionada obra alcanzó un éxito inusual. El número de ejemplares vendidos y las efusivas felicitaciones emitidas por los más severos críticos de la época convirtieron dichas impresiones de viaje en el fiel modelo del género. Gracias a la publicación alarconiana se difundió una exacta visión e imagen de la realidad italiana que acrecentó a cotas inimaginadas el interés de los españoles por todo lo concerniente a Italia. Es, en definitiva, el testimonio de un escritor que supo desvelar con singular sutileza y objetividad el confuso y complicado contexto social de la desmembrada península italiana.