En 1954, en la isla de San Piedro, un pescador es encontrado muerto en sus redes y un hombre japonés-americano es acusado de su asesinato. A lo largo del juicio, se hace evidente que lo que está en juego es más que la culpabilidad de un hombre. En San Piedro, la memoria crece tan espesa como los cedros y los campos de fresas maduras: recuerdos de un romance encantado entre un chico blanco y una chica japonesa; recuerdos de una tierra deseada, pagada y perdida. Por encima de todo, San Piedro está obsesionada por el recuerdo de lo que les ocurrió a sus residentes japoneses durante la Segunda Guerra Mundial, cuando toda una comunidad fue enviada al exilio mientras sus vecinos observaban.