El Renacimiento. Historia de la Iglesia Fliche-Martin. Volumen XVII.


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El Renacimiento. Historia de la Iglesia Fliche-Martin. Volumen XVII. Roger Aubenas y Robert Ricard. Tapa dura. EDICEP. 1ª Ed. 1974.
La historia de una época apasionante y, al mismo tiempo, decisiva para la humanidad: eclosión de los nacionalismos, descubrimiento del Nuevo Mundo, desaparición de la idea de cristiandad universal y de cruzada, inicios del gran capitalismo, invención de la impren-ta. En suma, la obra y la vida atormentada de varias generaciones ante una situación de cambio cuya amplitud y profundidad venía a trastocar todos los valores establecidos. Una pléyade de hombres y una multitud de problemas destacan en aquellos momentos: la liquidación del cisma de Basilea abre esta etapa de la Historia de la Iglesia en la que, al tiempo que vemos crecer el absolutismo pontificio, se manifiestan las últimas tentativas "unitaristas"; las ambiciones italianas de Paulo II, a la muerte de Alejandro VI, dan paso al violento y enérgico absolutismo de Sixto IV; los judíos, la Inquisición, los mo-riscos, el iluminismo, son los principales problemas de la Iglesia en España; la relación de la religión con el Humanismo y el Renacimiento constituye el trasfondo religioso-cultural que marca con su signo todo este período histórico. Colón, Cisneros, Savonarola, Rafael, Miguel Angel, Martín Lutero, Leonardo da Vinci, Bramante, Pico de la Mirandola, Botticelli, Nicolás de Cusa, Erasmo de Rotterdam, Tomás Moro, Maquiavelo, los Médicis, Dure-ro, Nicolás Copérnico, Bernardino de Feltre, San Francisco de Paula, San Nicolás de Flue, son, entre otros muchos, algunos de los nombres que marcan con su fuerte personalidad este tiempo maravilloso y conflictivo. Junto a las sátiras de un Erasmo, de Brant o de Mürner, y al mismo tiempo que se produce la conmoción suscitada por Lutero, encontramos el testimonio de los predicadores más ortodoxos y los moralistas más celosos de la época; también determinadas decisiones de los papas, de los concilios o de los obispos, poniendo el dedo sobre la llaga de abusos clamorosos y estigmatizando inauditos escándalos. Todo ello no prueba más que una cosa: que la Iglesia -en aquel tiempo como en cualquier otro- debió de tener el propósito constante de reformarse y reformar a sus fieles.
Encontramos aquí el retrato detallado de una sociedad en la que se contraponia ue continuo misticismo y brutalidad, en la que se enfrentaban un Savonarola y un Borgia. El desorden, el lujo, la corrupción de una corte romana muy por debajo de una misión y menos sensible a los ideales evangélicos que a los beneficios pecuniarios. Y malamente podía modificar este estado de cosas un Alejandro VI, por ejemplo, preocupado, sobre todo, por situar a su agobiante familia, o un Julio II, sediento de poder temporal, o, finalmente, un León X, obsesionado con sus sueños de mecenas. De esta manera, los proyectos de reforma elaborados en un acceso de arrepentimiento o bajo el impulso excepcional y pasajero de un espíritu superior, los más laudables intentos esbozados a partir de Nicolás V no podían resultar viables. Para llegar a ciertos resultados, tras muchos desgarramientos, se habrá de esperar al concilio de Trento.
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