Aguado, Emiliano: Don Manuel Azaña

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Aguado, Emiliano: Don Manuel Azaña, Barcelona, Ediciones Nauta, 1975, Tapas duras, 400 pág, numerosas ilsutraciones b/n, 23x21

Un hombre empeñado en hacer que sus conciudadanos vivieran haciéndose dueños de sí mismos, diciendo siempre la verdad y apartándose del bullicio de plazuelas y periódicos.

Este libro, más que la biografía de Manuel Azaña, narra su tragedia. Y como la tragedia de un hombre proviene de su propia vida o de la relación de ésta con su contorno, narra algo de la vida del hombre y del político. No está de más recordar que los cuatro hombres eximios de la Restauración: Cánovas, Canalejas, Maura y Azaña, fueron sacrificados por los celtíberos. Canalejas, que colaboró con la monarquía, fue siempre republicano por convencimiento, y Azaña colaboró con la República por culpa de unas elecciones a diputados a Cortes en Puente del Arzobispo, Toledo, en la primavera del año 1923. La tragedia de don Manuel Azaña Díaz consistió en que tuvo que echar sobre sus espaldas todos los asuntos que no supo o no pudo resolver la monarquía. La cuestión militar con su exceso de plantillas y su falta de acomodación a los nuevos tiempos —a los de entonces— no la creó Azaña. Tampoco creó él la cuestión catalana ni la vasca. No inventó él la falta de pulso del catolicismo, aunque cuando lo dijo en la tarde del 13 de octubre de 1931, los católicos, que habían visto cómo se les iban de las manos las universidades, las editoriales, la juventud y los temas del momento, se abalanzaron contra él como si hubiera sido causa de su propia pereza y desaliño. No inventó la pujanza de las masas, que hicieron imposible en 1923 la continuidad de las instituciones de la Restauración. No inventó la necesidad de hacer una reforma agraria. No inventó nada y tuvo que cargar con todo.

La tragedia de Azaña se hace tangible cuando ve que no tiene más remedio que colaborar con los socialistas; él, que no tuvo nunca preocupaciones sociales fuera de las que consiente una retórica bien administrada y que fue siempre fanático de la formación personal, que nos distingue y nos aleja a veces aun en las tareas comunes. Si tuvo la habilidad de sumar a su empresa a los socialistas no fue por las concesiones que les hizo —ahí están las leyes promulgadas en aquellos años-sino porque los socialistas españoles, por encima y por debajo de sus bravatas, fueron siempre liberales antes que nada. Y también Largo Caballero, que no hojeó algunos libros de los clásicos de1 marxismo hasta la temporada de cárcel que pasó en 1935. Por eso fue arrojado del poder por los comunistas y por eso arrojó él de su despacho con cajas destempladas a Rosenberg, embajador ruso, diciéndole a gritos que España necesitaba ayudas, pero no toleraba que ningún embajador extranjero le dictara su comportamiento. Ahí están, sin ir más lejos, los últimos escritos de Luis Araquistáin, uno de los dos consejeros del “Lenin Español".

No encontró Azaña interlocutor en el Congreso, ni en su primer bienio ni en el bienio gris de Gil Robles ni en el tercer bienio febricitante después del triunfo del Frente Popular. Nunca encontró interlocutor, y cuando se quiere combatirle se funda, por ejemplo, un semanario titulado "Gracia y Justicia", en que, con la proximidad de D. Ángel Herrera Oria y la mayor cercanía de su hermano don Francisco, se le insulta de un modo que parece inverosímil. No tuvo tampoco interlocutor en los consejos de ministros, y cuando se llega a ciertos acuerdos es porque él lo ha puesto todo o casi todo. Porque no tuvo interlocutor ha escrito unas Memorias como no se habían escrito nunca entre nusotros; y por eso, abroquelado en su olímpico desdén, conservó inéditos manuscritos que hoy asombran por tantas y tantas cosas.

Este libro, que se ha compuesto sin perder nunca de vista los documentos, los testimonios y la propia experiencia personal de un español que no fue azañista, quiere ofrecer a los jóvenes que andan ahora por los cuarenta y cinco una imagen sencilla, clara y lejana de un hombre empeñado en hacer que sus conciudadanos vivieran haciéndose dueños de sí mismos, diciendo siempre la verdad y apartándose del bullicio de plazuelas y periódicos. Decía que le bastaba la Gaceta para gobernar, si bien lamentando que no pudiese firmar con seudónimo. Al leer sus Diarios íntimos, veintiséis años después de su muerte, sus palabras suenan casi a plegaria. Y a propósito de esto, nunca dijo una sola contra el catolicismo; lo que quiso hacer fue política, y nada más que política. Aspero, hermético, displicente, sarcástico, se recluyó en sí mismo cuando estaba en el poder y cuando estaba en la indigencia inimaginable del destierro. No quiere este libro hacer juicios de ninguna clase; le basta con la gravedad de los hechos y con la prestancia incomparable de un español que sigue suscitando enconos y polémicas a pesar de que, de haber vivido, tendría ahora noventa y dos años.

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