el hombre y lo absoluto I Lucien Goldmann


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rba 215 páginas,

«El hombre y lo absoluto», de Lucien Goldmann, es un libro paradójico. Escrito por un ateo, contiene un análisis sorprendente de un hondo proceso religioso —el jansenismo—. Estudiando el cristianismo de Pascal, hace arrancar de él, no sin hábiles maniobras intelectuales, las convicciones dialécticas del materialismo marxista. Entusiasmado con la apuesta pascaliana sobre Dios, la trueca hábilmente en la apuesta marxista sobre el futuro de la humanidad. Los extremos se tocan, diríamos, si el jansenismo, y en este caso el pascalianismo, fuera la expresión auténtica y ortodoxa de la fe cristiana. Pero el jansenismo no es más que «una» fe cristiana. Eso sí, aquí, esta ideología y otra, atea, aparecen vinculadas en un juego mental que se nos antoja deslumbrante. El jansenismo —una herejía dentro de la Iglesia— aparece como una manifestación más del espíritu trágico. Nos presenta ante todo Goldmann «la afirmación de una ruptura insuperable entre el hombre, o, más exactamente, entre ciertos hombres privilegiados, y el mundo humano y divino». «Ajax y Filoctetes, Edipo, Creón y Antígona, expresan e ilustran a la vez una verdad única: el mundo se ha hecho confuso y oscuro, los dioses no están ya unidos a los hombres en una misma totalidad cósmica, sometidos a las mismas fatalidades del destino, a las mismas exigencias del equilibrio y moderación». «Las exigencias divinas son contradictorias y el universo es equívoco y ambiguo. Universo insoportable para el hombre que, en lo sucesivo, sólo podrá vivir en eí error y en la ilusión». Sólo pueden soportar la verdad aquellos, como Tiresias o Edipo, a quienes una enfermedad física —la ceguera— separa del mundo. Los demás, al dejar de engañarse, y conocer simplemente la verdad, son entregados a la muerte. Tras el período amoral y arreligioso del empirismo y el racionalismo, la visión trágica es un retorno a la moral y a la religión, tomando esta última palabra en el sentido de «fe en un conjunto de valores que trascienden al individuo». El problema central del pensamiento trágico consiste en saber si en el espacio racional, que ha sustituido al aristotélico y tomista, el hombre podrá todavía recuperar a Dios «o lo que para nosotros es sinónimo de esto y menos ideológico, la comunidad y el universo». Uno de los puntos fundamentales del pensamiento trágico es el Dios oculto. Un análisis detenido de los «Pensamientos» nos muestra que Pascal apuesta por Dios, más que creer en Él porque su fe pertenece a un orden distinto. Las razones del corazón que no entiende la razón, pero que no obstan a una terrible vivencia religiosa, son comparadas, cada vez más explícitamente, con la apuesta del marxista que juega al futuro de la humanidad sin apoyarse más que en su conciencia. El Dios oculto («Deus abseondictus») es para Pascal un Dios presente y ausente, y no presente unas veces y ausente otras, sino «siempre presente y siempre ausente». Un Dios siempre ausente y siempre presente es el centro mismo de la tragedia. La conciencia trágica expresa una crisis profunda de las relaciones entre los hombres y el mundo social y cósmico, que para el hombre trágico es «nada» y «todo» a la vez. La presencia de Dios le quita toda realidad, mientras su permanente ausencia hace del mundo la única realidad para el hombre. «La tragedia radical no cree ni en la posibilidad de transformar al mundo y actualizar en él valores auténticos ni en la de huir y refugiarse en la ciudad de Dios. Por ello no se trata de desempeñar «bien» las tareas mundanas o de utilizar «bien» las riquezas, ni tampoco de ignorarlas y abandonarlas. Aquí, como en todo, la tragedia sólo conoce una fórmula válida de pensamiento y de actitud, el «sí» y el «no», la paradoja, «vivir sin participar ni gustar». Radicalmente trágica es la concepción pascaliana de Dios, es decir, la concepción de la fe de Dios. A Dios, que es una apuesta, no se llega por la razón. Las razones de Pascal —dice Goldmann— son más hirientes, más directas. Nos impresiona el comentario al «Misterio de Jesús» y la afirmación de aquel Cristo en quien ha de confiar el hombre, por tratarse de la paradoja que responde a la de su vivir humano. Pascal, fervientemente cristiano, no fue un católico ortodoxo. La tradición intelectual de la gran teología cristiana escapa de sus escritos, donde se revela el precursor, más que del marxismo, como quiere Goldmann, de cierto existencialismo. El hombre es cristiano, o ha de serlo, porque su existencia —diríamos crística— está conformada según la imagen de Cristo. Pascal, entregado a una sincera religiosidad, se debate en la dialéctica de la paradoja. No cree en el mundo porque es la realidad en que tiene que probarse, cuando Dios, realidad absoluta, se le niega. «En esta obra —dice Goldmann— me propongo mostrar que Pascal encabeza una línea de pensadores que superando (y esto significa también integrando) la tradición cristiana y las conquistas del racionalismo y del empirismo de las luces, crean una moral nueva que dista mucho de haber perdido actualidad hoy. Para nosotros, Pascal es la primera realización ejemplar del hombre moderno. Un estudio sobre Racine —también jansenista— completa la obra, que constituye una aportación valiosísima de la filosofía a la critica literaria.

[in La Vanguardia (Barcelona), 9 de enero de 1969, p. 11]

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