Después de todo, lo que interesa —más incluso
que su caída— es la aventura que durante dos
siglos corrieron los templarios en la tierra y en sus
almas y el audaz tipo de monje-caballero que
erigieron en el cruel y brutal mundo de entonces.
Con la cabeza desnuda, barbados y rapados, con
sus mantos blancos con la cruz roja flotando
sobre sus hombros como alas de ángeles, morían
uno tras otro, saltando sobre sus caballos árabes,
de combate en combate con una espada clavada
en el corazón; su misión sólo tenía un fin del que
todo interés humano estaba desterrado: su salva-
ción eterna y el honor de la cristiandad.