Camposanto. Iker Jiménez. Cuarto Milenio, 16. Enterrados vivos. Cementerio de Cádiz. El osario de Évora. Profanación. Tapa dura. Contiene DVD. 2007. No hay paseo más tranquilo y sosegado, no hay forma más serena de pasar la tarde que dar una vuelta por el cementerio. Nada más traspasar la verja nos sentimos transportados a un remanso de paz donde la dureza del mundo exterior parece no poder traspasar el cerco de los cipreses y los nichos. Los cementerios son lugares tranquilos, bellos a su extraña manera, donde cualquiera puede embelesarse con la armonía del paisaje delimitado por mármoles y jardines. Algunos panteones y lápidas son verdaderas obras de arte, mientras que ciertos epitafios constituyen pequeñas perlas de sabiduría que impactan más aún por la condición de fallecido de quien nos las da. Así que relajémonos, disfrutemos de la paz y de la introspección que para eso son los cementerios. Bueno, al menos de día, mientras luce sobre el camposanto ese eterno sol de domingo que suele caracterizar a lo lugares de último descanso. En la Nueva Inglaterra del siglo XIX, los trascendentalistas inventaron un nuevo tipo de cementerio ajardinado diseñado para que el visitante vea la muerte tan sólo como una parte más del hermoso plan de Dios y de la madre naturaleza. Es una forma de verlo, qué duda cabe, pero insisto, de día. Los primeros cementerios se construyeron anexos a las iglesias, catedrales y otros edificios relevantes. Estaban destinados a dar cristiana sepultura a aquellos que no podían permitirse -siempre ha habido clases hasta para morir- ser enterrados en el interior de estos lugares. Los otros, los ricos y poderosos, podían descansar en las criptas de los templos cuando no en mausoleos construidos ex profeso. Según fueron creciendo las ciudades, los cementerios, esas ciudades de los muertos, fueron creciendo de igual manera, poblándose no sólo de muertos, sino de personajes siniestros que pretendían perturbar el sueño de los difuntos. La profanación de tumbas es una actividad tan antigua como el hombre que, a pesar de que ya no se hable de ella, se sigue practicando en nuestros días. Hoy, como antaño, los científicos necesitan cadáveres para sus experimentos, y hoy, como antaño, hay personas dispuestas a proporcionárselos si el precio merece la pena. Los últimos en incorporarnos a la fauna viviente de los cementerios hemos sido los integrantes del equipo de Cuarto Milenio. En repetidas ocasiones nos hemos desplazado, con tanta curiosidad como respeto, a las ciudades de los muertos, para ventear su silencio y escarbar en sus secretos, que son muchos y desconocidos. Y nos hemos llevado no pocas sorpresas. Si uno sabe escuchar, el silencio de las lápidas es sólo aparente y el frío mármol tiene muchas viejas historias para contar. Nosotros las hemos escuchado con atención y algunas de ellas son las que figuran en las páginas que siguen. Por supuesto que podremos seguir disfrutando de la paz del cementerio, de los paseos por el amable remanso de los muertos, pero después de leer estas historias, seguro que son muy pocos los que mirarán al cementerio con los mismos ojos.